A veces son las cosas más banales aquellas que dejan la huella más profunda. Son los gestos más simples los que marcan la historia. No los hacen las mejores personas, no se hacen por convicción sino por interés. No son actos reales sino estudiosos preparativos que acechan objetivos. Y sin embargo, y sin embargo quedan en los libros de lectura obligada. Me interrogo sobre la decencia, sobre el hecho de ser pragmático, idealista, integro o mentiroso. El gran Maquiavelo me mira a los ojos y no llego a comprender su mensaje. Escucho, observo y no acabo de decidirme.
Helmut Kohl, uno de los creadores de ese proyecto magnífico que es Europa, acaba de morir. Y muerto ha sido cubierto de la bandera europea, en el hemiciclo del Parlamento Europeo en Estrasburgo, esa ciudad francesa tan alemana, ese nexo de toda Europa, que en el sur no sabemos respetar. Viendo ese hemiciclo lleno por una vez, me acuerdo de otro hemiciclo, el Bundestag donde tanto aprendí una tarde de junio. No olvidaré la magnífica clase de democracia que impartió nuestro guía, el Señor Eberhart Heck. Recorrer Berlín en bici, libre. Entrar en esos pasillos donde el Ejercito Rojo dejó grafitis e insultos, donde los nazis mancillaron la República de Weimar, donde hubo tanto dolor, sangre y lágrimas. En esos pasillos luminosos donde la democracia debe regenerarse y, que por sus faltas, deben ser ejemplo para el mundo. Por esos pasillos que yo recorrí, ha pasado el cadáver frío de Helmut Kohl para después viajar al corazón de Europa y enfundarse su bandera azul con estrellas. No comparto demasiado ni de la ideología ni de muchos de los actos del ex canciller, y sin embargo honraría su memoria por ese gesto. Hay mucho que agradecer a todos aquellos que buscaron un consenso para avanzar y sobrepasar las fronteras de los países que se mataron secularmente. Es una cierta idea del consenso la que permite avanzar en la dialéctica que nos opone en todas las demás cosas. Sólo así es posible mejorar el presente y evitar la destrucción. Es quizá ilusorio pretender una síntesis exenta de violencia, ahí Marx me reprendería, pero quizá mis otros maestros me acompañasen, quizá el citado Niccolò y el malogrado Antonio Gramsci. Quizá hay posibilidad para unir ciertos lados del mismo pañuelo, quizá la reforma puede evitar una revolución.
Viendo la bandera europea sobre el ataúd de Helmut Kohl, pienso que tal vez haya esperanza para esta Europa enferma, que tal vez haya un ejemplo bueno a mostrar al resto del mundo. Por una vez, Europa podría ser convicción y no coerción. Odio las banderas, todas las que separan y limitan, todas las que me hacen extranjero. Y sin embargo, siento una punzada de orgullo humano cuando oigo la Marsellesa en Casablanca o al ver a un germano gigantesco que al morir escoge esa enseña en lugar de la que se supone propia. Un hombre que tenía mucho de lo que arrepentirse, salpicado por escándalos de corrupción y malversación… y sin embargo. Y sin embargo tendió su mano a François Mitterrand, -otro gran personaje discutible-, sobre la colina de Verdún, donde decenas de miles de soldados dieron su vida por nada. Ambos tuvieron una singladura semejante. No son modelos de virtud, múltiples manchas negras ensucian sus expedientes. En ningún caso son paradigmas de la política perfecta. Y sin embargo, gracias a ellos Europa avanzó por la vía del entendimiento, la cooperación y la paz. Se abolieron fronteras, se tejieron lazos, se unieron enemigos y se derrotó, en parte, al nacionalismo. Somos lo que políticos como ellos quisieron hacer.
El presente, todo presente tiende a parecer mas oscuro e inseguro que el pasado. El pasado ya está escrito y no se mueve. El presente es un bamboleo en mitad de las arenas movedizas de todos los futuros posibles. Hay que tenerlo en cuenta.
Y sin embargo me emociono viendo el Parlamento Europeo en pie y un ataúd cubierto con un trapo lleno de estrellas. Hay que saber morir y pocos lo hacen con la corrección y la dignidad requerida. Por eso, por ese último gesto, quizá merezcan una pizca de respeto.