“La crisis a la que nos enfrentamos hoy no es únicamente una crisis de oferta, es también una crisis de pobreza: es necesario aumentar los ingresos en las zonas rurales, donde residen el 75% de las personas más pobres del planeta, para que pueden alimentarse dignamente. También se trata de una crisis de nutrición. Y por último, es una crisis ecológica; los métodos de producción no durables aceleran el cambio climático, la degradación de los suelos, agotan las reservas de agua dulce y amenazan a la capacidad de alimentar a la humanidad. La comunidad científica constata de forma cada vez más acuciante que es necesario cambiar de dirección. Las recetas antiguas ya no sirven hoy. Los políticas de apoyo a la agricultura se orientaban hacia la agricultura industrial. Ahora tienen que orientarse hacia la agroecología, siempre que sea posible”
Discurso de Olivier De Schutter, Relator Especial de las Naciones Unidas sobre el Derecho a la Alimentación 8 marzo 2011.
Uno de los problemas geopolíticos más graves para la supervivencia de la especie humana es la sostenibilidad de la producción de alimentos. La enormidad de la crisis financiera es una bagatela si pensamos que apenas afecta a los valores ficticios de empresas casi ficticias, a los créditos y deudas sobre títulos virtuales. Son importantes y sostienen el sistema económico en el que vivimos, pero no son esenciales para la vida. La humanidad ha recorrido su camino durante 2 millones de años sin ellos. Pueden desaparecer y las sociedades no perderían nada ya que los propietarios de los títulos y valores son una parte ínfima de la población. En cambio, una semana de subalimentación lleva a cualquier ser humano a la barbarie, al caos, a la guerra y la destrucción. Sin alimentos la sociedad se descompone y desaparece. Cómo, pues, cómo conseguir que los 7 mil millones de humanos puedan alimentarse.
La historia de la agricultura industrial.
Sirva lo que sigue como resumen burdo de un proceso colosal. Tras la Segunda Guerra Mundial, la descolonización y el desarrollo industrial del primer y segundo mundo provocaron cambios radicales en la manera de producir y consumir. El aumento de la demanda de todo tipo de materias primas inició en agricultura lo que se ha denominado Revoluciones Verdes, es decir, la industrialización de la agricultura: mecanización, mejoras de las semillas y variedades, monocultivo, uso intensivo de los abonos químicos artificiales y de los pesticidas, construcción de presas y canales para ampliar la irrigación. Con la inyección de capitales, el uso intensivo de energía y agua, las ayudas públicas de los Estados (PAC en la Unión Europea y subvenciones en EE.UU., Japón, Canadá y Australia) y el proteccionismo, la Revolución Verde consiguió aumentar enormemente la producción, bajar los precios y surtir a la industria y los consumidores.
Las estrategias de la Revolución Verde fueron exportadas, tal cual, al tercer mundo, con resultados mucho menos destacables. Por un lado, los países pobres eran casi totalmente dependientes de las grandes multinacionales con respecto a la energía, las semillas, la maquinaria. En segundo lugar, carecían de un acceso fácil a los capitales, a las infraestructuras para mejorar la irrigación. Además, sus Estados no eran capaces de proteger la producción local ni con subvenciones (ausencia de fiscalidad ergo de recursos) ni con políticas proteccionistas, ya que siguieron los diktats de apertura y liberalización. Por último, sus precios no eran competitivos frente a la producción mundial y por la falta de demanda de los frágiles mercados nacionales. Con todo, los países del tercer mundo cambiaron su modelo agrario y lo basaron en monocultivos de productos de exportación, altamente dependientes en energía, capitales, agua y muy expuestos a los efectos de las malas cosechas y los altibajos de los mercados. Las crisis alimentarias en África, América Latina y Asia en los años 70, 80 y 90 fueron provocadas por la conjunción de todos estos elementos.
Sin embargo, las contrapartidas negativas en todo el mundo han sido las mismas: contaminación de acuíferos y suelos, con miles de millones de gasto no cuantificado por enfermedades provocadas por los venenos utilizados para contener las plagas, por las hambrunas derivadas del cultivo de plantas no alimenticias y por la destrucción del medio ambiente.
En la actualidad, los países que emergen y comienzan a ocupar los primeros puestos en producción agraria e industrial, los nuevos poderes: China, India, Sudáfrica y Brasil han basado su crecimiento económico en una agricultura industrial, si cabe más esquilmadora que la de los países occidentales. Para colmar las necesidades de una población con ansias de libertad pero, sobre todo, más consumista, estos países han aplicado a rajatabla las recetas antiguas. El uso de pesticidas, de semillas transgénicas, el abuso y despilfarro del agua y de las energías fósiles han conseguido aumentar exponencialmente la producción. Muchos de estos países basan su salto hacia el progreso y el desarrollo en la exportación de materias primas, sin tener en cuenta los cuellos de botella: agotamiento de la tierra y consiguiente caída de la productividad, contaminación del agua, la tierra y los productos, despilfarro de energía o falta de consumo interno.
Para nuestro presente de 7.000 millones de habitantes, el discurso hegemónico sigue siendo el propuesto durante los años 40 y 50: para alimentar al mundo es indispensable una agricultura intensiva e industrial, basada en el monocultivo y apoyada en las semillas transgénicas, los abonos químicos y los pesticidas.
Los límites.
Sin embargo, muchos científicos, ecologistas y ciudadanos comienzan a inquietarse ante la suficiencia de un discurso que afecta a un elemento tan importante como es la alimentación. Los límites de la agricultura industrial se han ido definiendo en los últimos 70 años. Entre los límites encontramos, efectos colaterales, como el aumento de las enfermedades o la contaminación del agua; el que millones de africanos y asiáticos hayan muerto por el fracaso de políticas agrarias basadas en modelos ineficaces y poco adaptadas a ecosistemas diferentes; la burbuja financiera del sector agrario que provocó la crisis de 2008 (1). Todo esto no le importa demasiado a la Bolsa de Chicago ni a los traders que negocian con el pan de los hombres, pero hay algo más, el modelo industrial es insostenible porque su esencia máxima, la productividad, se quiebra.
La necesidad de cambio es una obligación ya que será imposible mantener el nivel de producción con los métodos actuales. La agricultura industrial necesita energía barata, agua, semillas, pesticidas y abonos, además de consumidores. Bien, todos esos elementos comienzan a ser raros, y por tanto caros, lo que hace ineludible el cambio. La producción y el precio de una barra de pan en nuestra panadería no incluye el coste energético de las maquinas, del combustible utilizado en la producción y el transporte de una punta a la otra del mundo. No incluye el coste de la investigación en transgénicos, de los pesticidas necesarios para corregir los errores, de los abonos artificiales, del agua cada vez más escasa. Mejor dicho, ya comienzan a incluirlo, ya que el alza de los costes, junto a la especulación en los mercados de alimentos, explican en parte la crisis alimentaria de 2008 y el alza de cereales y derivados (casi todo: leche, carne, cerveza, quesos, tejidos y ropa, calzado…) en las cestas de la compra de todos los países.
Si el precio de la energía fósil crece, indefectiblemente aumentarán los precios de los alimentos, como ya está ocurriendo. Para algunos esto resolverá la paradoja actual y forzará a políticos, empresa, agricultores y consumidores al cambio. Nadie produciría un kilo de alimento que vamos a vender a 1€, sabiendo que los costes de producción son de 2€. Eso es lo que se ha hecho durante los últimos 50 años. Y se ha hecho porque no se han tenido en cuenta los costes de la energía ni de los efectos nocivos de dicha agricultura (contaminación, enfermedades y destrucción ecológica).
Si a lo anterior añadimos que los mercados emergentes, los de los países productores de materias primas agrarias, empiezan a tener problemas tanto para producir y exportar los alimentos (por el agotamiento de los recursos y la caída del rendimiento), como para abastecer a poblaciones crecientes e inestables a las que sólo se ha podido controlar gracias a la abundancia de alimentos básicos baratos y a la esperanza de un futuro mejor, de un consumo mayor, el panorama no es sostenible. El hambre es una fuente de conflictos geopolíticos, concretamente, de revueltas y guerras. Recuerden ningún gobierno ha sobrevivido a una crisis alimentaria sin ofrecer soluciones a los sublevados. Las soluciones son comida o chivo expiatorio.
Las soluciones obligatorias.
Para evitar conflictos religiosos, fronterizos, para espantar los fantasmas imperiales y de guerra es necesario cambiar de dirección como decía el relator de la ONU al que citábamos al principio. Hay soluciones. Son radicales, pero pacíficas. Muchas de ellas aparecen en el documental de Marie Monique Robin, Les moissons du futur (Las cosechas del futuro) (2) en el que se ha basado este artículo.
Las respuestas suponen producir y consumir menos, o al menos, producir y consumir de otra forma; suponen que la agricultura se integre en las actividades cotidianas de mucha más gente. Obligan a que el oficio de agricultor sea mejor valorado socialmente y mejor pagado a escala planetaria. Hacen indispensable el ahorro, el reciclaje y anulan el despilfarro. Necesitarán de nuestro tiempo, de la cooperación y el uso racional de la energía y las maquinas. Reducirán el desplazamiento y el comercio a lo esencial. Nuestra dieta estará vinculada al clima y las estaciones. Comeremos menos carne y más verduras, algunas aún no las hemos probado y otras tal vez provengan del mar. Las grandes explotaciones se reducirán al mínimo necesario. Los campos de cultivo ocuparán las parcelas donde hemos construido nuestra burbuja inmobiliaria y se poblarán de campos con una variedad mayor de plantas, pensadas más para el consumo local o regional que para la exportación. Los agrónomos y los agricultores aportarán sus conocimientos, dejando atrás las malas tradiciones y el mito del progreso continuo, recuperando las técnicas y las prácticas que permiten que los campos sigan siendo fértiles. Y utilizo el futuro porque estas respuestas, estas soluciones no son una alternativa, son una obligación.
En Malawi, gracias a la labor científicos de diversas organizaciones internacionales (ICRAF/World Agroforesty Centre) y las políticas acertadas del gobierno y ciertas ONGs, se comienza a integrar la gliricidia, un árbol leguminoso, en las tierras dedicadas al cultivo de maíz. Esta planta fija al suelo el nitrógeno del aire fertilizando naturalmente la tierra, conservando la humedad y protegiendo la tierra y las cosechas de la sequía. Sus hojas se entierran en los campos como si de abono se tratase, aumentando la productividad y las mismas hojas sirven de alimento al ganado. La combinación de plantas es mucho más eficaz y sobre todo, mucho más barata que el uso de abonos químicos y pesticidas.
Las técnicas de cultivo mixtas son bien conocidas por los agricultores de todo el mundo. Así en el mundo mesoamericano (América central), la milpa fue el sistema agrario utilizado por todas las civilizaciones de la región. Esta técnica consiste en plantar en la misma parcela maíz, judías, calabazas y chiles. Cada planta cumple una función, se nutre de diferentes minerales y, asociadas, la productividad y, lo que es más importante, la resistencia a las plagas y a las intemperies es mucho mayor.
En Kenia, gracias a científicos como el hindú Zeyaur Khan, inventor de la técnica push-pull (repulsión-atracción), se ha conseguido utilizar combinaciones de plantas para combatir las plagas sin usar elementos artificiales. Plantados junto al maíz, el miscanthus giganteus (o hierba de elefante) y el desmodium han resuelto los tres problemas de amplias regiones de África Oriental. El desmodium evita que crezcan las plantas parásitas que atacan las raíces del maíz, al tiempo que fertiliza la tierra y ahuyenta la mariposa del talador del maíz. El Miscanthus atrae y mata a la mariposa al segregar una sustancia pegajosa. Como subproducto, el Miscanthus sirve de alimento al ganado, con lo que la leche es de más calidad. Y todo ello sin necesidad de utilizar el maíz transgénico de Monsanto, caro, poco eficaz e híbrido.
En Alemania ciertos agricultores bio no aran el terreno, sembrando sin remover la tierra, sobre el centeno y el trébol recién cortado que se ha dejado crecer libremente y que, cargado de nitrógeno, abona naturalmente la tierra. La ventaja del acolchado o mulching es el menor coste energético y económico, con rendimientos similares a los de la agricultura industrial, incluso superiores en años de malas condiciones metereológicas. La tierra, además es más resistente a la erosión y a las intemperies.
La eterna lucha entre el bosque, los árboles y los campesinos podría terminarse si se promoviese el cultivo de tierras en pluricultivo, con los árboles como elemento integrado. Los datos científicos existen, confirmando que el rendimiento de las diversas técnicas de agricultura sin abonos ni pesticidas, ni semillas transgénicas, es similar al de la agricultura industrial, mejor si falta el agua, el año es frío o demasiado húmedo. Los transgénicos además de costosos y problemáticos para la salud y el medioambiente, sólo funcionan en condiciones óptimas, igualmente que la agricultura industrial. Nuestro futuro es cada vez menos estable, a nivel energético, climático y político. Se necesitarán plantas baratas y resistentes, métodos agrarios sencillos y eficaces, que garanticen mínimos dignos y sostenibles.
Cada región del mundo, cada ecosistema necesitará técnicas particulares, adaptadas al terreno, la dieta, el clima, etc… pero la orientación, el objetivo es universal, nada más y nada menos que la independencia alimentaria de la humanidad. Un valor que, como la democracia, está muy por encima de modelos económicos injustos.
Finalmente, destacaría la consecuencia última de todas estas técnicas agroecológicas: la libertad. Se observa que los bioagricultores son más autónomos, más estables económicamente, más independientes, menos sumisos a los problemas alimenticios, pero también menos sumisos a los poderes establecidos, más libres políticamente. La libertad les ha hecho perder el miedo que atenaza al mundo. He aquí una independencia legítima, una independencia deseable, una independencia universal.
Octubre 2012
Citas.
1- Donde decenas de países sufrieron revueltas y problemas de abastecimiento, al aumentar drásticamente el precio de los productos alimenticios de primera necesidad, aumento achacable principalmente a la especulación.
2- Les Moissons du futur, Documental de Marie-Monique Robin, Francia 2012, Arte-Editions La decouverte.
Video de la emisión. Active los subtitulos en español.
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