La batalla del mar de Cortes


El mar de Cortés.

“Je combats seul et gagne ou perds
Je n’ai besoin de personne pour me render libre
Je ne veux pas que nul Jésus-Christ pense
Qu’il pût jamais mourir pour moi.”

«Yo combato solo, y gane o pierda,
No necesito a nadie para ser libre,
No quiero que ningún Jesucristo piense nunca
que ha podido morir por mí.»

Les Conquerants, André Malraux

El demonio acecha en las profundidades del mar de Cortés. Se dice que ayer arrancó el corazón a un joven pescador. Un tipo se pone un traje de buceo en el pontón de madera. Es un traje fino, de verano, aún así, casi no lo necesita. Faltan tres horas para que amanezca y la brisa de la madrugada sigue sin refrescar. En el puerto industrial, a unos cientos de metros, el frenesí no cesa. Varias grandes lanchas se aprestan a zarpar. Decenas de marineros con camisetas deshilachadas las abordan, con aparejos, garfios y linternas. El buzo sabe lo que va a ocurrir. Porque lo sabe, va a sumergirse en las cálidas aguas del mar de Cortés. Una miríada de demonios le esperan, pero no les tiene miedo.

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Llegó hace dos días, pero no es la primera vez que viene. Ya conoce la sequedad de la península. Llegó a Los Ángeles en un vuelo de Lufthansa, venía de Frankfurt, y antes de Singapur, y antes de Manila. Suda sin parar en el pick-up que traquetea entre los baches. El conductor le habla de los últimos cambios. En la universidad han notado que cada vez hay menos, y todo el mundo está preocupado. Los coreanos están muy nerviosos y se habla de cerrar las concesiones. Inmensos cactus alejan el polvo con sus espinas largas como agujas de coser. Pero el polvo se obstina y vuelve en polvaredas y ventarrones, una lucha que ya dura. Arbustos rodantes se cruzan insensatos delante de la camioneta, como en las películas. Y la pista de tierra se revuelve entre las colinas que dan acceso al mar. Abajo, encajonada, está Santa Rosalía.

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Lo que vio frente a Puerto Princesa, en Filipinas, no le gustó demasiado. El mar de Sulu es un estaque vacío. Las necesidades de millones de asiáticos, su codicia, y la de otros, han destruido un mar tropical. En el fondo, arrasado por la pesca con dinamita, sólo hay corales rotos y plástico, peces maltrechos y escuálidos. Pronto morirán. Los análisis dieron tasas muy altas de azufre, de plomo y de metales pesados como cadmio o mercurio. Todo el detritus del desarrollo de los dragones. Al otro lado de la isla, en el Mar de la China meridional, es aún peor. Las cercanas islas Spratley, reivindicadas por al menos cinco países, rezuman petróleo y peces. A su alrededor, países repletos, intereses geoestratégicos y mucho dinero. Los peces ya están condenados. En cuanto un país domine las islas, venderá sus concesiones y los pesqueros diezmarán los bancos. Si la explotación del petróleo les da tiempo. Porque cuando el oro es negro, ¿por qué preocuparse por el brillo de las escamas, la sonrisa de un niño al que su padre le trae la cena? Y cuando los peces escaseen y sepan a asfalto, los pescadores de las hambrientas aldeas, de los puertos a los que los grandes buques de las grandes empresas de los países poderosos hayan robado sus bancos, en ese momento, empezarán a pescar con dinamita, a dinamitar su futuro. Más tarde se convertirán en piratas y las marinas de los países con flotas pesqueras enviarán a sus destructores, a sus corbetas y a sus mercenarios. La misma historia de Somalia se repetirá en donde queden peces.

Conversar con los pescadores filipinos de Puerto Princesa no llevaba a nada. En todos los sitios era igual. Le hablaban del futuro de sus hijos, le hablaban de la maldad del otro, la que él conocía. Nunca hablaban, en cambio, de la maldad propia, esa la obviaban, apesadumbrados por la determinación, desterrando toda posibilidad de cambio. Hablaban de dioses, de ídolos, de rituales que cambiaban a través del planeta pero en ningún sitio funcionaban. Por Semana Santa, el más bravo de ellos, un tal Recreación, se iría a clavar en un madero y, en procesión recorrería la ciudad para inmolarse simbólicamente en el gólgota más alto, frente a la bahía. Decían que eso traería de nuevo a los peces.

En sus palabras había pecado y castigo, no se acordaban de la dinamita. Viéndolos, ridículos, con sus esbozos de trajes de buceo, con sus aletas de plástico rosa, parecían un Pato Donald kitsch, aturdido por el estruendo de la deflagración. Él, más tarde, buceando, sumergido en un mar reducido al silencio por los explosivos, había visto a muchos peces boca arriba atontados.

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Atardecer en Santa Rosalía, Baja California, México. Foto de Chuey Nickels.

Al llegar a Santa Rosalía un pregonero anunciaba una nueva procesión y un Auto de Fe. A pesar de pescarlos por decenas de miles, los calamares gigantes de Humboldt seguían provocando estupor y miedo. Un ser monstruoso, voraz, de más de 40 kilos, – que podía llegar a los 60-, que no es ni pez, ni un tiburón, sólo podía estar asociado con el demonio. Así les llaman en está parte del mundo, el Diablo Rojo. El pescado no es apreciado, ni siquiera los pobres lo aprovechan, la carne que viene de lejos marca el estatus, la riqueza, alimenta las tripas y las redes familiares y sociales. Pero estos demonios han dado de comer a todo el pueblo, a éste y a otros en todo el Mar de Cortés. Desde hace años, las nuevas factorías sólo pescan diablos rojos.

Largos cabos de acero, con un trozo de metal y muchos garfios que se cierran sobre si mismos. Un sólido amarre donde los cefalópodos clavan sus tentáculos. Su fiereza y orgullo los mata. Jamás se sueltan, se aferran con instinto cazador a su supuesta victima. Sólo se salvan si sus tentáculos se parten bajo su propio peso. Cuando esto ocurre, los pescadores mentan a la madre de alguno y lanzan de nuevo el aparejo, poniéndose en manos de su santo de devoción y arrastrando al instante otro mostrenco de 40 o 50 kilos.

El submarinista había visto en otras ocasiones las barcas llenas de calamares gigantes, que cambiaban de color a la luz de los focos, pasando del rojo al granate, al añil, al morado, al casi verde en simples segundos. Agitándose entre compañeros, rebelándose contra el pescador que, mecánicamente, les soltaba del aparejo. Alguno vio que conseguía morder, clavar con su pico, a la mano que le llevaba a la fosa común.

Ahora, los pescadores, los industriales habían reclamado la ayuda de los científicos a los que hace bien poco no dejaban ni acercarse. Las capturas habían caído vertiginosamente. Los mercados de Asía demandaban más y más calamares de Humboldt, los precios subían, pero la falta de género había paralizado la pequeña flotilla del Mar de Cortés. Durante años, el buzo, había sido una voz entre tantas, que solicitaba un uso racional de los recursos. Modificar los equilibrios elaborados a lo largo de milenios significaba introducir el caos en el ecosistema. El caos acaba con el sistema. Ahora el caos llegaba a la economía domestica, y de paso a la gran economía.

Se acordó de cómo los últimos pescadores de Palawan adulteraban los explosivos para conseguir un efecto más devastador. A los más viejos casi no les quedaban dedos con los que mezclar los explosivos y preparar las mechas impermeables. La última noche salió solo a bucear. El mar de Sulu estaba muy tranquilo como si no hubiera nada vivo dentro. Llevaba un gran arnés fijo en la cintura. De él salían dos largos tubos metálicos que le permitían enganchar dos grandes focos potentes de larga duración. La luz blanca de las nuevas lámparas LED mostraba un panorama gris y lunar. Nada vivo en kilómetros a la redonda. Los corales y las algas se habían podrido formando una capa gruesa de limo infecto, inútil. Nada crecería en años, al menos en años.

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Hablar con el alcalde fue volver a escuchar con palabras más almidonadas lo que los pescadores le habían contado al llegar, polvoriento, al pueblo. Mañana sería la procesión, a la santa patrona se encomendaban y, a él mismo. Lo importante no era saber porque habían desaparecido los tiburones, los calamares y las gambas. Lo importante es que volvieran. Los inversores de Corea se impacientaban. Los últimos bancos de Perú y de Alaska aún eran fértiles, las factorías podían desplazarse sin problema. Y en unos meses las elecciones municipales. El profesor de la Universidad estaba en segundo plano, entre avergonzado y triste.

Por la noche, en una tasca, abierta al Mar de Cortés, un barraco con cuatro sillas de plástico y mesas gastadas de formica antidiluviana. La camarera bamboleándose con una recortada minifalda, y la bandeja inmóvil, llena de cervezas heladas, soportando las galernas de su cintura. Una rodaja de lima exprimida con una sonrisa sobre el vaso alargado que llenó de vaho frío. Música de transistor con mucha historia, distorsionada por el polvo que a lo largo de los años se había incrustado en sus entrañas. Un sonido duro y metálico, y al cerrar los ojos, una banda de malencarados, de cuatreros y de narcos parecía pasar delante de la oscura pantalla de las pupilas. La música no paró en toda la noche. Mientras, el puerto quieto, el mar plano, como había estado todo el día. Y esa música melosa y pesada que atoraba las orejas.

Sabía que no había más solución que suspender la capturas, acabar con los barcos, dedicarse a otra cosa. Y esa otra cosa exigiría mucho dinero, inversiones en educación, en infraestructuras, en técnicas costosas y lentas. Sobre todo lentas. La paciencia no abundaba en el mar de Cortés, ni allí ni en ningún sitio. Al dinero se le exigía una rentabilidad imposible y el limón exprimido ya comenzaba a no dar más de sí. Nadie querría encontrar la solución; el desastre, como mucho, se ralentizaría unos meses, unos años. Él solo no podía cambiar el mundo, él solo no podía hacer absolutamente nada. Ni siquiera decirlo. La buena acogida del día anterior podría transformarse en una salvaje lapidación. A él le importaba poco, pero le daba pena el profesor triste de la Universidad, que se había batido el cobre por aquella ciudad sin futuro. Maldijo todo lo maldecible y apuró, como en las películas, la última cerveza. Hubiera quedado mejor meterse entre pecho y espalda un par de botellas de tequila o de mescal, pero el alcohol no es bueno cuando se va a bucear. La cerveza le dio un pequeño vuelco en el estomago, se levantó y guiñó un ojo a la camarera dejando un billete arrugado sobre la mesa.

Pasear por la noche repleta de ruidos era un placer. Porque los ruidos aún eran ruidos de grillos, de bichos vivos, de mosquitos huyendo de los murciélagos, de insectos revoloteando, de nubes escasas volando en la brisa y pasando a veces por delante de la luna. Y así, caminando poco a poco, llegó a su hotel. Ni siquiera entró en él. Sacó el equipo y el traje de verano del pick-up y se dirigió al puerto.

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El demonio que acecha no está en el interior de ese mar negro. Probablemente se encuentre en el fondo de uno mismo. Tampoco debe tener tanta importancia. En todo caso eso le hace no temer la oscuridad profunda, esa calma pertinaz que le ahoga. El traje da mucho calor y rápidamente se mete en la barca. El motor arranca sin quejarse y lentamente el bote abandona el puertecillo bajo un arco de piedra natural. Atrás se queda el jolgorio amargo de la factoría de pesca, los barcos preparándose para la faena. No ha dormido, no se puede perder el poco tiempo que queda. No puede si quiere llegar antes que ellos al caladero de Santa Fortuna, junto a la isla de San Marcos a unos 10 kilómetros al sur. El motor fuera borda es potente, en cuanto enfila la dirección sur sudeste, da todo de lo que es capaz bien tenido por el buzo. La lancha corre vertiginosa sobre el mar calmo, paralela a la carretera de la costa, la transpeninsular que alguna vez le llevó hasta Loreto y la Paz. Algunos faros indican coches, tal vez de pescadores que viven en los arrabales de Santa Rosalía y se dirigen al puerto.

Una hora después aún no ha amanecido, pero la árida costa de San Marcos se recorta negra sobre el tenue azul que se va a adivinar enseguida. El sol está llegando, hay que darse prisa. Espera haber acertado. No sabe si los demonios rojos estarán allí abajo esperándole, puede que ya no existan, puede que se hayan refugiado en el centro del Mar de Cortés en torno a la isla sin nombre, ese cono volcánico apagado y redondo que se ha quedado ya muy atrás. Por lo que sabe, los pescadores irán primero allí. Eso le da más tiempo.

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Candelero, Isla Espíritu Santo, Baja California en México. Foto de Pfulton.

El ancla ya reposa en un bajío, aquí la isla se arrastra un tiempo bajo el mar. La ensenada está más tranquila que habitualmente. Este mar parece también, como el de China, muerto. Lanza el arnés que sujeta la botella y la curiosa estructura que inventó para sostener las lámparas y baterías. Las lámparas están apagadas. El chaleco flotará mientras no se desinfle el flotador, que le servirá para no irse al fondo como un plomo y que le ayudará también a subir. Mira el mar calmo, la tierra más oscura al fondo, la isla junto a él. Aún no amanece cuando se lanza al mar. El agua está caliente, al principio le cuesta ponerse el chaleco. Echa un vistazo rápido al indicador, parece que hay aire suficiente. El traje sin mangas es mucho más cómodo que el que usaba en el golfo de Gascoña y no tiene nada que ver con el equipo de astronauta necesario para sumergirse en la Tierra Adelia. Las gafas puestas, el mar no se mueve y no se intuye vida. Es el desierto de la península de California, no hay vida fuera y parece que tampoco la hay en el mar oscuro. Un, dos, y se sumerge rompiendo la calma en el oscuro mar de Cortés.

Al abrir la válvula del flotador se hunde como un peso muerto. El ordenador de muñeca con una luz amarilla le indica la profundidad, aunque él sabe que aquí no es mucha. El suelo arenoso no tarda en chocar contra él. Se ajusta las gafas, el bip bip ha dejado de sonar en el auricular de su oreja, profundidad 8 metros. Enciende los focos. Nadie le mira, el fondo está totalmente muerto. Ni siquiera un alga invasora, ni erizos devoradores como en el Mediterráneo, ni esos cangrejos mutantes desarrollados por los rusos en Kola y que ya campan en el Báltico y el Canal de la Mancha. Nada. La potente luz no atrae a ningún pez de ojos saltones, ni a las gambas, ni a los diminutos microorganismos que reaccionan a la luminosidad. El tren ha llegado a una vía muerta.

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Un destello, un calamar rojo de Humboldt. Foto de g-na.

Cuando la pesca del calamar se comenzó a desarrollar, los demonios rojos le rodeaban con sólo iluminar el fondo con aquellos antiguos focos a pilas. Ahora nada, todo vacío, muerto. Un destello, ¡parece un destello! El buzo regula las lámparas LED para obtener una visión adecuada y lentamente avanza hacía el talud oceánico. Por allí le ha parecido ver el destello que se perdía en el negro del mar. No tiene prisa, tiene bastante aire. Sí tiene prisa, llegarán los barcos y cuando no pesquen nada se pondrán muy nerviosos.

El borde del talud es escarpado, el fondo marino se hunde a casi 90 grados. Picando en diagonal sigue la pendiente boca abajo, mientras el bip-bip comienza de nuevo su particular cuenta. La vida sigue sin aparecer en la bajada. Restos de corales muertos en la parte superior, amasijos de algas largas, amontonados, basura en algunas partes, pero nada vivo. El limo gris y arenoso lo cubre casi todo. La bajada se prolonga monótona. Otra vez el destello, otra vez se cruza o se tuerce. Fondo 82 metros.

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La cueva parece la puerta de otro mundo. Una boca oscura más oscura que el mar nocturno de antes del amanecer. Una boca como con dientes, esquirlas de geologías imposibles. Con imaginación la diríamos poblada de advertencias, de símbolos grotescos pertenecientes a los antiguos. O quizá a algo más viejo e inquietante, más pavoroso y terrible. Tal vez. Pero al buzo no le gustaban las historias de miedo. No le gustaba perderse el espectáculo del fondo sufriendo los traumas de aquellos que siempre habían estado en tierra. Por eso, sugerido por un nuevo destello, se introduce en la profunda cueva.

La gruta posee una gran entrada, y los colmillos imaginarios son de un barroco recargado, parecidos a columnas salomónicas enredadas sobre sí mismas. En los bordes crecen anémonas gigantes, y madréporas inmensas forman los rebordes de la entrada como si fuesen los reductos y los blocaos de una fortaleza inexpugnable. Ciertos tipos de coral se iluminan amarillos, rojos, morados y añiles. Lo más increíble es que no pertenezcan a las especies que ya habían desaparecido, ni a esas ni a ninguna que él conozca. El coral a duras penas puede vivir a esa profundidad, mucho menos en mitad de una semioscuridad. Enfrentando algo irreal el buzo no sabe que pensar. Pececillos de colores, ciegos, navegaban entre las anémonas de largos cabellos urticantes. La naturaleza había mutado y se había adaptado a lo imposible. O eso, o había decidido suicidarse en un último santuario.

El destello aparece hacia el fondo de la gruta. El buzo continúa hacia la cavidad. Una bóveda inmensa se abre al poco de superar el umbral, al poco de dejar atrás las anémonas y los peces ciegos. El destello está frente a él. Un calamar gigante de Humboldt, gigante e inmóvil, reflejándose y cambiando de color sin parar. Rojo como un demonio de la mitología cristiana, con ocho tentáculos de colores distintos, con los ojos clavados en el buzo, con el pico negro sobresaliendo entre 70 y 80 kilos de carne. Los focos LED iluminaban al dios de los calamares, al maestro del secreto, al más grande entre los grandes, al poder rojo. A él, y a sus hermanos, a sus primos, a los padres, a los abuelos, a los sobrinos, a los nietos, a muchas generaciones de calamares, a familias y clanes y hordas y manadas y bancos, a miles y miles de Calamares Humboldt, a todos los calamares del Mar de Cortés, a los últimos de una especie, a todos. Todos dentro de aquella inmensa cueva protegida por madréporas milenarias. Todos.

Vastar Yoles cierra los ojos, inmóvil sobre el suelo inmóvil bajo el Mar de Cortés, cierra los ojos y apaga los focos. Deja de pensar, comienza a respirar más lentamente, a saborear las bocanadas de aire. Un fulgor extremo le obliga a abrir lo ojos. Miles y miles de calamares de Humboldt brillan de motu propio, encadenando espectáculos pirotécnicos sin necesidad de ninguna lámpara, de ninguna fuerza que no sea su propia fuerza. Inmóviles brillan y provocan olas de púrpuras, de naranjas moteados de verde, de rojos intensos, de burdeos y de granates, y de azules violentos. Es difícil llorar bajo el mar, piensa Vastar Yoles. Y sin embargo, basta con cerrar los ojos.


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