Normandía, nuestro querido desierto verde


La hierba siempreverde de Normandía. Fotografía de Stéphane Barbery.

“Dicen que soy joven (tengo treinta y dos años) pero no es cierto. La juventud no existe, como no existe la infancia o la vejez. Únicamente existen los años en donde creemos en las respuestas definitivas, y luchamos por ellas, y los años en los que intentamos asumir que tenemos que vivir con ellas »
Peter Hoeg, Cuentos de la noche, (1990 :17).

El túnel se abre de repente, sin que nos lo esperemos, sin avisar, se abre y ya está. Es como todo lo que ocurre repentinamente, ocurre y cuando ya ha ocurrido es como si siempre hubiera sido de tal modo, como si el pasado se redujese a un recuerdo cada vez menos nítido, tanto, que acabamos dudando de su existencia. Con la luz del día, – plena, de verano adelantado -, el invierno, las nieves, los días fríos se convierten en historia y la historia se empolva y comienza a madurar un sabor agrio, pasado. Por eso conviene disfrutar cada bocanada de esta luz maravillosa porque, tal y como hoy es presente y realidad, certeza absoluta, dentro de poco otro túnel nos tragará y la luz comenzará también a ser sepultada por nuevos presentes.

Un cantil estratigráfico podría ser la mejor de las metáforas. Centenares, miles de momentos que se sepultan y se aplastan los unos a los otros. Algunos desaparecen sin dejar rastro, consumidos totalmente, disueltos por las presiones fortísimas de los hechos más transcendentales o más pesados, más queridos o más terribles. De la combustión de los sueños y las lágrimas, de las heridas físicas, de los conocimientos y las enseñanzas, las faltas y las pérdidas, de todo ello se forman en el seno del pasado, yacimientos de algo parecido al petróleo. Un combustible rico en energía que nos permite, -gracias a la idealización del pasado, a la fantasía o al deseo-, combatir los miedos del presente, soñar, tal vez con cosas francamente imposibles. Otras veces, entre las capas de lo vivido se forman grutas ingentísimas donde crecen monstruos maléficos que malversan los recuerdos y que inventan neurosis o falsas fobias. A veces, esos desastres afloran a la superficie del presente cuando la corteza de nuestro pasado se ha resquebrajado lo suficiente. En ocasiones, lo que afloran son las flores de las semillas que plantamos u olvidamos entre los resquicios de nuestro inconsciente.

Me escapo rápidamente de la pesadez del pasado inmutable porque el tren se estremece un poco. Y lo agradezco. Estaba perdiéndome la luz del día, la estaba viviendo sin vivirla y el túnel se la ha tragado irremisiblemente. Pero era el último túnel. La luz vuelve casi al instante y se abre la llanura para que el tren la hienda a velocidad creciente. El zumbido de otro tren que se cruza en un combate tan violento como sin consecuencias. En los raíles los trenes entran en liza constantemente, vanagloriándose de su potencia, de su brillo metálico de su espacio infinito en estas llanuras fértiles que llegan hasta el Canal de la Mancha y el Mar del Norte.

Palacio fortificado de Carrouges en el departamento del Orne. Foto de picture-lille

Nosotros, hoy también, hablamos, contamos y descontamos, medimos y remedimos, y después el silencio. Que los sueños maduren y se cuezan, que se sazonen y se pochen y que se doren, que expulsen el óleo sobrante y que se marinen en sí mismos para ser más grandiosos, más perfectos, ¡qué son sino sueños! Los sueños son modelados por los deseos. ¡Malditos aquéllos que cercenaron nuestros deseos, los el sexo, los del amor, los de la libertad, malditos los que se metieron en nuestras cabezas para llenarlas de sus lucrativas inmundicias! Mi mente, la única frontera legítima.

Volvamos al viaje, volvamos al paisaje. En un desierto, ciertas ondulaciones brillan al sol con el color del oro y del azufre, ese amarillo vivo y sabroso. Son sólo ondulaciones porque no hay montañas en toda la región. En las colinas, en los escarpes que casualidades geológicas habían creado, los señores colocaron sus atalayas, sus castillos y sus bastiones. Desde allí, la riqueza se contemplaba perfecta, para guardarla de la codicia de los otros señores. Extraña tanta codicia para un desierto. ¡Pero que desierto! Un desierto verde.

Lo que normalmente entendemos por desierto nos remite rápidamente a las áridas extensiones arenosas de África, América, Asia y Oceanía. La mente sobrevuela, gracias a los viajes de los otros, la cuenca del Darling, última frontera para los canguros y wonbats y ornitorrincos. Más allá Alice Springs y el Ayers Rock, en mitad de la nada, medio continente seco, sagrado para algunos, fuente de poder para otros, de misterios cósmicos para Lovecraft; al otro lado del mar, el sol de los salares del Atacama y las puna esteparia de Bolivia, los bordes deseados del desierto de Sonora; al oeste esta vez, los cantos redondos que se pierden en el horizonte del Gobi, y el desierto de Arabia, con sus rascacielos y circuitos y campos de gol que brotan del verdadero petróleo, del mana negro del que, al parecer, el desierto de las religiones está lleno; y con la vista y el alma saltamos hasta el Kalahari y sus bosquimanos persiguiendo gacelas de las que deberán beberse los jugos gástricos para volver a su casa. Nadie dijo que el desierto fuese un remanso de paz. Y si alguien lo dijo, lo hizo como yo, contemplándolo desde las alturas metafísicas de la imaginación. Pero si existe un ideal de desierto, un desierto ideal, de sueños y de realidades, ése es el inmenso Sahara, frontera de gentes, camino de gentes también.

La acepción no se termina aquí. Por desierto, también se han entendido las estepas y la tundra siberiana y canadiense, la península de Taimar, Kamtchatka, Alaska, la Tierra de Banks y la Tierra de Baffin, Groenlandia, las Spitzbergen, Nueva Zembla. Qué decir de la Tierra del Fuego, tan fría, y de las cumbres heladas de los Andes, las Rocosas o el Himalaya. Incluso el sexto continente, el deseado, el necesitado desde el tiempo de los griegos para compensar el peso de las masas emergidas del hemisferio norte, el continente austral desconocido y buscado por los marinos y aventureros, por Magallanes, Drake, Gonneville, Kerguelen y Cook, esa Antártida helada y lejana.

Normandía libre, sola de gentes. Foto Mandoline Mandelbrot.

No obstante, ni el desierto cálido ni el frío colman nuestras necesidades semánticas. Desierto, sinónimo de ausencia de vida, de dureza y falta de refinamiento, metáfora del atraso y la pobreza. Sin embargo, si el clima cambia lo suficiente, la Antártida y Groenlandia se volverán vergeles, refugios, los únicos de todo el planeta. Groenlandia, en danés Grønland, Greenland en inglés, significa Tierra verde, ahí tendremos un desierto verde. Con todo, han sido mis sueños los que han mezclado las geografías y los tiempos, el tren ha seguido moviéndose en la misma dirección, frotando con suavidad los raíles a una velocidad endiablada, superando cuadrados oro sulfuroso y cuadrados verdes, y otros menos verdes y otros con bosques ya tupidos por la primavera, y entre medio, unas pocas casas, alguna estación olvidadiza y pueblecitos que se deshacen. La humedad la nota mi nariz casi instantáneamente, a medida que nos acercamos al mar. ¿Cómo llamar pues desierto a esta pujanza verde, donde todo crece con espantosa permanencia? Yo lo llamaré desierto por propia conveniencia, por deseo inexplicable, modelándolo, puede que por ausencia de algo.

Abandonado el tren, que proseguirá su camino hacia el verdadero mar, nos encontramos con los amigos y con la llanura verde. ¿Qué falta? ¿Dónde está la ausencia?, ¿dónde entre tantos pájaros, entre los frutales, entre los caminos separados por muros verdes de arbustos tejidos? Quizá en la propia ausencia de los muros vegetales. De los muros vegetales surgen los pájaros y en ellos se funden escapando, comiendo, reproduciéndose. O surgían, porque la mecanización, la producción industrializada ha cambiado el paisaje antiguo, el bocage normando, que se vanagloriaba de sus parcelas cortadas en un retal gigantesco, de sus muros verdes como esos que veo ahora, cubriendo toda la región. A pesar de ello, del progreso, del lucro, aún quedan setos bordeando las carreteras que nos llevan en volandas hacia nuestro reposo, en mitad del desierto verde. ¿Dónde está pues el desierto? Todo es una contradicción en está llanura, todo como la ausencia de gente, acomodada y escondida, temerosa de las miasmas que la invaden en invierno, seguramente con nieblas. Pero es difícil encontrar algo entre el fulgor verde. Algunos verían el desierto en el plácido aburrimiento, en la ausencia de neones y sirenas, de malsanas prisas. El desierto del campo, la nostalgia del ritmo, del humo, del sudor rancio, de la miseria propia y de la ajena. Otros hablarían del desierto cultural, de la falta cierta de teatros, de cines de arte y ensayo, de performances guggenheimnianas y desfiles de alta costura.

Cultura, otra palabra compleja, sobre todo manida, generalmente apellidada. Alta cultura, cultura ecológica, cultura popular. Los señores de la cultura se la apropian y dictan sus normas, insisten en que todos las compartan. Un pastiche sin gusto es su cultura. El paisano que lee un libro sin cubiertas, el mismo paisano que descubre con Copérnico y Kepler los secretos de la astronomía esta noche sin luna, ahí está la cultura, una infinitesimal parte de la Cultura. El campesino o el citadino que acaba de descargar sus bártulos al pie del camino, el inmigrante moreno, – ¿quién no lo es?-, que amasa el pan de cada día en mitad de la noche de la ciudad, ellos son la cultura, una parte infinita, siempre y cuando tengan la conciencia necesaria, -e incluso sin tenerla-, serán un algo de la Cultura. Y si hay algo de cultura ya no hay desierto, porque si hay ideas y experiencias, hay semillas de algo que potencialmente podrá ser.

Típica vaca normanda con sus «anteojos». Foto de Nes, en Flickr.

¿Hay desierto? ¿Lo hay o no? Existe en efecto, y la bicicleta prestada recorre los caminos que unen los prados, los campos alargados, las estrechas zanjas que tanto molestaron a los aliados durante el avance hacia Carentan, hacia Caen, hacia París al fin. Los tractores hienden la tierra, la preparan para cultivarla, ellos también acabaron con las zanjas, con los estrechos caminos, pudieron donde los aliados sólo intervinieron temporalmente. Las zanjas, tal vez, sirvieron también como canales para llevar o desaguar los excesos acuosos, para drenar o inundar las tierras, quién sabe. También hay vacas, algunas con anteojos, puramente normandas, pero ya no tantas como hubo antaño. No hay, en cambio, cerdos ni sus inmensos barracones donde se acumulan, donde nacen y mueren, alimentándonos y contaminándonos con sus deyecciones. No, no los hay aún, ellos están ahí al oeste, en la vecina Bretaña. Cayeron los setos, – gracias a la invención de un soldado -, cayó el nazismo, – gracias a los que ya no se levantaron -, desaparecerán las vacas con gafas, llegarán los cerdos y terminarán con los setos que quedan, con el bocage, desaparecerán los pájaros y desaparecerá el verde, hasta los ecologistas están destinados a desaparecer. Quizá. Sólo restarán los átomos, permanecerán engarzados de otra forma, eso sí.

Por ahora el desierto verde reverbera graciosamente feliz, sin importunios, bajo los radios y el caucho de la rueda. Los metros pasan, hay como una imagen de película a ras de suelo que muestra la velocidad, la rapidez, el fondo al fondo. No es la primera vez que visitamos el desierto verde, ya lo habíamos descubierto hace tiempo y nos pareció desierto por la rareza de gentes, no hay personas, apenas algunos ancianos que espían desde las cortinas de sus ventanas al sujeto extranjero. Temerosos ante la visita extraña, aquí lejos del turístico Mont Saint Michel. Avezados se esconden y no se dejan ver, por lo tanto no existen y completan así el desierto que se recrea y se confirma a sí mismo. La bici otra vez, ella me da confianza, cojo velocidad, avanzo rápido gracias a mi energía, soy yo el que la produzco, el que la dispendio. Pocos humanos me seguirían, sólo mis derrotas internas caminarían por los senderos que tomo, sólo mis falsos pasos seguirían a mis pasos. Estaré solo, o tiernamente acompañado, para enfrentarme, para enfrentarme a mis propias batallas, las únicas que puedo librar. El éxtasis de esta soledad querida, voluntaria, donde el yo se enfrenta al yo en una íntima amalgama. Éxtasis temporal, éxtasis también deseado, organizado para asegurar al yo y acometer después al tú, al nosotros, al ellos con alguna seguridad. Necesito imaginarme recorriendo el polvo de los caminos, el barro de la lluvia, el sudor interior, el ruido del trueno en mi cabeza. No he terminado, acabo de comenzar, pero dejo la bici a lado del muro de piedra. La bicicleta es muy vieja, el muro lo es más.

Campos de colza. Foto de Ojom, en Flickr.

Campos de colza, amarillo vivo, la dulzura de las cuestas, el agua en las cunetas de los caminos. Una visita dentro de la visita, un pequeño viaje de tarde de primavera. Un decorado de ensueño, de épocas de reyes y de condados que cambiaban de manos gracias a la mano de las princesas, a la mano que blandía las espadas, que tensaba el arco, que disparaba el arcabuz. Un camino olvidado, un puente de madera que cruje bajo el peso del coche y ya estamos. La casa de uno de los cocineros de Leonor de Aquitania, abuela de Saint Louis, Reina de Castilla. Sólo es un portalón majestuoso, flanqueado por dos torreones sin muralla, gemelos, con tejas de madera claveteadas. Los restos de un esplendor antiguo. Un foso falso inunda la entrada del vacío inmenso que se abre tras ella. Me gusta ese vacío, me encanta el vacío de los campos amarillos de colza, de ese amarillo extraño, me gusta porque me hace olvidar a los conquistadores, a los imperialistas, a los burgueses, a los anarquistas, ecologistas y a los feministas. Y lo estoy consiguiendo en esta llanura desierta, en este verde que se ha vuelto amarillo, que es tan húmedo que hace llorar a mi nariz, lo consigo, aquí en los caminos que caminamos. Un perro ladra a lo lejos como en un pasible decorado. Un pájaro que no sé como nombrar se come con calma una lombriz sobre el césped verde. Yo lo veo todo desde el porche acristalado. Unos niños le asustan y comienzan a pescar extrañamente sobre el campo tiernamente segado. Lanzan el sedal a lo lejos, lo hacen automáticamente, repetitivamente, sin objeto, lo hacen y continúan a hacerlo, aún parecen no necesitar respuestas.

Ya nos vamos, ya volvemos, el presente no existe, es un efímero recuerdo, el presente se gasta con horrible rapidez, se deshace entre las manos. Pasaremos lo que queda del día entre las calles de Argentan, calles estrechas, calles que se andan con rapidez. La ciudad está muy tranquila, casi vacía, parece la capital del desierto verde, del que vamos a abandonar, de nuestra querida calma verdosa que se ha pegado como la humedad que ahoga mis pulmones. Como tantas cosas, es algo que llevo pegado dentro, algo que nunca podré perder ni abandonar, algo que, sin embargo, no me impide seguir viajando, seguir buscando, seguir vagando…

Mayo 2007


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