Hanif Kureishi da la impresión de ser un hombre triste. Tal vez sea su semblante contenido, su mirada tensa, la seriedad de cada gesto y la expresión de una sincera desesperanza. Siempre me han gustado, y creo que es un sentimiento muy común, los perdedores, los vencidos, los desesperanzados, personas que han visto de cerca el color de la muerte, del horror y que conociéndolo saben que tarde o temprano vencerá. Personajes que son incapaces de creer en el mundo idealizado de las religiones, en el paraíso de los píos, pero que también saben que es imposible la armonía perfecta de los hippies y los idealistas. Hombres y mujeres que no transigen, sino continúan, con sus convicciones, pero sin ese optimismo ingenuo que suele estropearlo todo. Siguen, y eso el lo importante, pero qué no les cuenten milongas. Siguen porque saben que no pueden hacer otra cosa, y saben que lo hacen en muy mala compañía. Siguen pero no tienen esperanza.
“ Si Ian estaba tan desconcertado, ello se debía a que esta generación, que tenía diez años más que él, antes había formado un grupo de gentes testarudas, liberales en el sentido progresista de la palabra, y disidentes. Pero en el fondo, había sido Thatcher la que les había ayudado a llegar al poder. Siguiéndola, habían girado a la derecha para llegar al centro. Sus opiniones de izquierda habían evolucionado hasta la tolerancia social y la irreverencia. Una vez ahí, fumaban puros y se hacían llevar por su chofer hasta la casa de campo. Desde allí, -capataces les vigilaban sus tierras y mujeres del pueblo trabajaban en la cocina-, discutían de las posibilidades de recibir o no un titulo nobiliario. Se excitaban como niños cuando los periódicos hablaban de ellos. Les hubiera gustado dirigirlo todo.”
Hanif Kureishi da esa impresión, pero su casa es todo lo contrario, habitaciones luminosas, sencillas, con muebles de estilo escandinavo y notas coloridas. Su discurso es preciso y puntiagudo. La entrevista del excelente François Busnel, en France 5, destaca con la calma perdida en la televisión, sus ideas y sus reflexiones. Grandes ideas pero sin grandes aires. Como las que invades su novela. Retazos nada violentos que muestran las contradicciones del New Labour, de gran parte de la izquierda europea, de la derecha no hace falta hablar. Pero también de parte de los olvidados, de algunos excluidos, que hacen de su exclusión otra bandera de la que beneficiarse.
Kureishi narra en este libro de cuentos historias banales, nada que ver con la grandilocuencia de mi discurso. Historias simples que retrazan una sociedad múltiple británica, con gentes de orígenes, clases sociales e ideologías diferentes. Una sociedad que no se diferencia, en cuanto a sus rupturas, sus variables y sus matices de cualquier otra. Una sociedad que no es más complicada, más injusta o más frágil por abrigar a gentes venidas de los cinco continentes. La variabilidad de colores, cosmologías y creencias, no es mayor allí que en Noruega o Nepal. Los humanos se han obstinado en viajar y hollar las fronteras que los poderes políticos han establecido desde la antigüedad. No hay más homogeneidad en Córcega o en Portugal, los humanos somos un crisol, una mezcla de genes de gentes de todo el planeta. Y por suerte, eso no es determinante.
Cada ser humano es libre de luchar por su identidad única, por su individualidad. En contra de credos e identidades grupales, familia y, muchas veces, malos Estados que intentan limitarle. Su humanidad reside en no rendirse y en luchar por ser uno. Aunque sepa que al final sólo le espera la muerte. ¿Qué puede haber más épico y más bello que luchar por su libertad, la de verdad no la de las banderas, sabiendo que, aún ganándola, al filo del tiempo se alza la derrota? Por eso me encantan las miradas tristes pero orgullosas, las personas capaces de mantenerle el pulso al tirano, de no pestañear delante de un dios o un cadalso. Y de llorar en frente de cuatro sillas azules.
Por eso no merece la pena molestarnos mucho por nuestros orígenes sociales, culturales, etc… Ya se ocuparán suficiente los otros para que nosotros demos importancia, al lugar en donde nacimos, el color de nuestra piel, o al sexo de nuestros amantes. ¡Y mucho menos obstinarse en separar Escocia del resto de Gran Bretaña cuando Europa se deshace sin que nadie lo lamente!
Pero las historias de Kureishi siguen siendo más sencillas. La épica no llega al duelo con divinidades. La historia es británica, no hay tiranos, sólo la lluvia sempiterna, asfalto como si no existiera el verdor en el Reino Unido y al final, la guerra es, a menudo, una historia de amor.
Amor y sexo, sexo y amor, porque lo uno lleva a lo otro y todo se mezcla y se retuerce entre los escarceos dónde hace calor. El calor que provoca el sudor que niega la humedad de la más profunda, la más moderna Albión, el que trae la luz al cielo bajo, el que rasga la niebla y hace refulgir los instantes. Encuentros múltiples, distintos, incomprensiones, flechazos, amores pulidos y cambiantes, amantes y divorcios. No olvidamos que todo esto tiene lugar en nuestro mundo, ese donde domina el poder del dinero, donde la riqueza del Capital marca tanto, donde la injusticia se exhibe impúdica todos los días. No lo olvidamos, pero, al tiempo, así, a pesar de su visión descorazonada, Kureishi se deja, no puede evitarlo, llevar por los sentimientos que niegan la razón, pero que no la mancillan, sino la mejoran, que la enloquecen y le dan la puntita de esperanza que necesitamos todos los pesimistas.
Bastan cuatro sillas azules para sentir esa punzada en el pecho que nos dice: ¡vives bastardo, vives imbécil! no vales más que tus congéneres, pero no vivirás siempre, así que ¡vive, vive!:
“Más tarde se irían a la cama y, por la mañana, a la hora del desayuno, cuando sacasen la mantequilla, la mermelada y la confitura, las cuatro sillas azules estarían ahí, rodeando la mesa, símbolo de su amor.”
Bastan cuatro sillas azules, para que se nos esboce la sonrisa y de reojo le veamos la de Kureishi, seca, forzada e irónica.
Iñigo Pedrueza, septiembre 2014
KUREISHI, Hanif, Siempre es Medianoche, Anagrama, 2001, 219 páginas